
Es curioso como algunas situaciones, que aparentemente no trascienden más allá de lo anecdótico, se pueden convertir en un episodio interesante, o al menos tan interesante como para recapitularlo y querer compartirlo con alguien. Es más o menos lo que me ocurría este fin de semana, cuando quedé a comer con unos amigos y terminamos casualmente en un lugar donde confluian los vermoutheros con los comensales que se apuntaban a una comida temprana de domingo para luego aprovechar la tarde.
Leimos la carta y no nos pareció muy extensa, pero parecía que los platos eran preparados y además el camarero se prestó a hacernos algunas recomendaciones que aceptamos y después nos tomó nota. Mientras esperábamos, cervecita y charla de rigor con música jazz de fondo. Un lugar agradable. En la mesa de al lado, un grupo de amigos formado por parejas treintañeras, se tomaban el aperitivo entre risas y alguna que otra voz. Un carrito de bebé, otro bebé más al que le daban el potito y una niña de unos 4 años con cara de estar inmensamente aburrida pero aceptando la situación sin alternativa. Mientras en mi mesa se charlaba de lo que ponía en el periódico del día, yo me evadía disimuladamente mirando esto y lo otro. Rápido me fijé de pasada en la niña y la empatía me hizo sentir algo de lástima por ella, tan desencajada en ese lugar donde se bebia y fumaba, pero sin otra opción que la de intentar pasar el rato lo mejor posible y acompañada unicamente por su imaginación. No se la veía a ella desdichada, ni mucho menos, por que llevaba su lazo del domingo, enorme y vistosamente rojo, así que allí estaba buscando cualquier sitio del mobiliario donde se reflejase para reafirmar lo bien que le quedaba. Se topó con una columna forrada en espejo ahumado y decidió echarse allí mismo unas miradas, de un lado, de otro y de frente. Le gustó por que su cuerpecillo se empezó a contonear, timidamente primero y con desparpajo a los tres segundos, al son del jazz que teníamos de fondo. En un plis plas, ya estaba ella danzando y dando vueltas entre las mesas como una pequeña hada de cuento, sin abrir la boca, sin mirar a nadie, encerrada en su pequeño mundo. Me pregunté en qué consistiría esa fantasia efímera que le servia para pasar el rato y, por sus movimientos, más bien creo que emulaba a algún animalillo travieso y gracioso. Cualquiera sabe. No lo pude evitar y se percató de que la observaba, así que paró en seco, agachó ligeramente la cabeza y me miró con absoluta desconfianza. Yo la sonreí y pareció incluso sentirse ofendida, pero en breve volvió a dar saltitos cortos y a lanzar sus bracitos hacia arriba. El lazo, mientras tanto, se movia tanto que comenzó a recordarme a un pequeño helicóptero incapaz de remontar el vuelo. Ahora sabía que tenía público y quiso dar lo mejor de sí misma, por lo que se lanzó dando unas zancadas tan grandes como sus cortas piernas le permitian hacia atrás, pero se le olvidó que justo a un metro estaba el carrito de su hermano o su primo y se pegó un espaldarazo contra él que a la pobre le quitó la respiración y, lo que es peor, el lazo. Ella empezó rapidamente a llorar, una estrategia preventiba que tienen todos los niños cuando saben que han metido la pata y les pueden regañar. Si finjes dolor, quizás tu progenitor decida que no merece la pena regañarte y encima te haga un mimo, no como antes, que nuestros padres nos daban una torta con el consabido "ahora llorarás por algo". A esta chiquilla le dió resultado y la madre la cogió en brazos y la consoló. No había pasado nada. De repente la niña se da cuenta que su lazo está en la mano de su madre. Ahora es cuando empieza a berrear con sentimiento exigiendo que se lo pongan, pero la madre, entre que debía de estar un poco más torpe de lo habitual por la cervecita y que la niña no paraba de dar gritos, no atinaba de ninguna de las maneras a colocárselo de nuevo y tuvo que desistir. Para conformarla, chantaje al canto y le cede su bolso. Un bolso enorme, por cierto, que la pobre niña aceptó , primero desconfiada y luego gustosa al meditar las posibilidades durnate unos segundos. Y allá va ella de nuevo, con el bolso colgado al cuello y la cabeza llena de ideas para jugar con el bolso de mamá. Ni corta ni perezosa, la niña decide ponerse a dar vueltas con el artilugio colgando por delante, hasta que la inercia la vence y sale despedida contra una silla de cabeza. El contenido del bolso esparcido por los suelos y la niña otra vez llorando, con la cabeza dolorida y el amor propio gravemente herido. Ahora el que se levanta es el papá y decide que lo mejor es intentar mantenerla quieta a su lado entretenida con yo que sé.
Nos traen la comida y la disfrutamos. Me olvido de la niña hasta que vuelve al ataque justo en el segundo plato, carne de buey al plato. Aquello fue superior a todo y tuvo que acercarse a mirar e investigar en qué consistia. Observaba con ojos redondos, curiosos, intrigados por saber que era aquella escandalera que comian los señores de la mesa de la lado. Se hizo la composición de lugar y, una vez que tuvo claro que no era más que un infernillo con una sartén, prefirió desviar de nuevo su atención a quehaceres más importantes, como intentar ella misma colocarse el lazo que su madre había abandonado en la mesa. No sé como lo hizo, pero allá que se lo puso an lo alto de la cabeza como un estandarte. Y otra vez a dar más vueltas, esta vez con precaución, alejándose de la mesa de sus padres donde ya se había aburrido soberanamente. En unos minutos nos llegó el postre. Yo pedí tarta de chocolate y acerté de pleno por que resultó ser una auténtica maravilla. Según me la sirvieron, la niña se sintió aún más atraida y, esta vez sin remilgos, se abalanzó hacia nuestra mesa sin quitarle ojo a la espectacular porción de tarta. Miraba a la tarta, me miraba a mí; otra vez a la tarta y otra vez a mí, lo que indicaba que había creado el vínculo entre delicatesen y propietario sin posible error, no con envidia, sino con aparente expresión de incredulidad, como si aquel nivel de fortuna fuese impropio del mundo terrenal y ella acabase de descubrir que no, que era algo que podía ocurrir en la vida real, algo tan mágico como la futura visita del ratoncito Pérez. Tras unos segundos impávida, en los que yo clavé la cuchara en el fondo de la tarta y me la llevé a la boca con los ojso entornados ayudado por el sostén de su mirada, se dió la vuelta, se le cayó el lazo, lo miró, lo pisoteó, lo pateó, lo zarandeó, se lo devolvió a su madre, se sentó en una silla, cruzó los bracitos sobre la mesa y volvió de nuevo a llorar desconsolada, esta vez, lo prometo, no tengo ni idea de por qué.